Anales Cervantinos 56
ISSN-L: 0569-9878, eISSN: 1988-8325
https://doi.org/10.3989/anacervantinos.2024.589

Egido, Aurora. ‘Don Quijote de la Mancha’ o el triunfo de la ficción caballeresca. Madrid: Cátedra, 2023 (Crítica y estudios literarios), 270 pp.

 

He aquí un libro de original planteamiento escrito por toda una especialista, como es Aurora Egido, profesora de la Universidad de Zaragoza y académica de la lengua, bien conocida entre los cervantistas por libros anteriores como Por el gusto de leer a Cervantes (Fundación José Manuel Lara, 2018) o El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019) o infinidad de artículos científicos.

El libro que nos ocupa ahora pretende, como dice su solapa: «una nueva lectura del Quijote a la luz de los torneos y las justas caballerescas y literarias», contextualizada históricamente. Pero supone mucho más que eso, por cuanto se ocupa de dos reinos distintos: Castilla y Aragón, tal y como corresponde a los dos partes de la obra y, sobre todo, de otros aspectos como el de los desfiles y encuentros burlescos de todo tipo, ya se hayan publicado en libros o pliegos sueltos. Una nueva lectura del Quijote a la luz de las justas caballerescas en definitiva y en particular de una, la recogida por Juan de Rebullosa en Barcelona, en 1601, que la autora de este libro demuestra que es seguro que conociera Cervantes y que le inspirara para su obra maestra. Porque, como bien se señala, lo que comenzó siendo un ejercicio militar y festivo en los reinados de los Austrias mayores se fue contaminando con el tiempo de tintes burlescos, cercanos al carnaval, a la vez que impregnó todo lo relativo a las justas poéticas, la beatificación o canonización de santos, etc. Para ello, se basa más en la segunda que en la primera parte de la obra, por lo cual se ciñe especialmente a los ámbitos zaragozano y barcelonés, a las justas celebradas en esas ciudades, a las cofradías como la de san Jorge, y hasta a los miembros de la familia Quijada que acudieron al famoso Paso honroso leonés de 1434.

El libro se estructura en trece capítulos, el último de los cuales sirve de conclusión recopilatoria y lleva el significativo y valleinclanesco título de «El triunfo de la ficción. Don Quijote en el espejo cóncavo de la caballería». Porque justamente eso se quiere poner de manifiesto en la obra: cómo la parodia de una “caballería novelada” que había llegado a teatralizarse en desafíos de justas y torneos llega incluso a los juegos infantiles de los caballitos cotoneros. Cervantes, sin embargo, se distanció de todo ese mundo por su perspectiva cómica.

La exposición comienza con un capítulo dedicado al juego del torneo y las justas de lucimiento, el primero celebrado en grupo y la segunda como lucha singular que lo precedía. Ambos eran del gusto de la nobleza en la Edad Media y hasta habían sido sacralizados por la Iglesia. Los Austrias mayores de alguna manera simbolizaban al caballero errante por Europa, como defensor de la Iglesia. Y ese conocimiento, nos muestra la autora, fue fundamental para el éxito del Quijote, a pesar de su perspectiva irónica, que suponía el reverso de «un Emperador que había encarnado a Carlomagno» (p. 25), porque de alguna manera extendía el código del honor. Después se centra en la relación entre las órdenes militares y el Quijote. Por ejemplo, a a propósito de las leyes que obligan al caballero a socorrer a los desvalidos, ya desde Ramón Llull para la corona de Aragón, ideal que chocaba con la locura del caballero manchego, como chocaba también la propia contextura física y edad de don Quijote, además de su propia manera de ser, que atentaba contra la prudencia exigible a un caballero. Por su parte, la relación de la obra con las órdenes militares, «plasmación de la estrecha alianza entre religión y monarquía» (p. 49), como subraya la autora, las mezclaba don Quijote con las novelas de caballerías, componiendo así un baciyelmo entre verdad y ficción que pudo derivar en «la constatación de un fracaso, reflejo del de Felipe II cuando intentó restaurar la vieja caballería» para ocuparse de la defensa interna del país. El Quijote mostraría en este sentido el contraste «entre la teoría militar y la práctica de su tiempo» (pp. 53-54), censurando por ociosos a los caballeros cortesanos frente a los andantes. Ideas que hay que subrayar por la aportación que suponen.

Por ese camino se llegaría a los caballeros santos y en particular a san Jorge, porque Egido demuestra que don Quijote no solo leía libros de caballerías, también tratados militares, donde la milicia cristiana de Santiago, san Martín o san Jorge destacaba, en particular este último en la defensa de las doncellas. Subraya la autora la vinculación de este santo en tierras zaragozanas y catalanas, donde se establecieron cofradías y se celebraron justas, que conoció bien Cervantes. Sin duda otro eslabón importante en la redacción, sobre todo, de la segunda parte de su libro. Por todo ello, se centra en las imprentas barcelonesas y zaragozanas, muy productivas en lo que se refiere a la edición de libros de caballerías: Zaragoza, después de Sevilla y a la par que Toledo, fue la ciudad donde se publicó con más asiduidad este tipo de obras; pero también publicó abundantes pliegos sueltos, que igualmente tuvieron que ver con el Quijote.

Pero como es sabido, la publicación del falso Quijote origina un cambio de destino en el auténtico. La autora se ocupa a este propósito de algunos torneos zaragozanos, como el de 1585, que pudieron atraer la atención de Cervantes para escoger la ciudad del Ebro como destino de la segunda parte de su obra maestra, donde el palacio de los duques correspondería al palacio de Buenavía. Sin embargo, Cervantes desvía a su héroe hacia Barcelona, donde la cofradía de sant Jordi tenía fuerte implantación. De esa manera, don Quijote llega hasta las orillas del mar barcelonés, allí lo persiguen los muchachos y lo reciben los caballeros amigos de Roque Guinart. Don Quijote se pasea y es objeto de burla, como reverso de los desfiles caballerescos. Y Egido muestra la importancia de los niños en la celebración de los festejos barceloneses por san Raimundo de Peñafort en 1601. Hay un especial cuidado en documentar la estancia de Cervantes en Barcelona (probablemente entre 1609 y 1610), buscando un encuentro con el conde de Lemos para formar parte de su séquito en Nápoles. Cervantes guardó en la memoria no solo los recibimientos a los diferentes caballeros que volvían vencedores (como don Juan de Austria), también la tradición festiva y cómica de los torneos y procesiones dedicados a Peñafort y puntualmente recogidos por Rebullosa.

Otro capítulo se dedica a los torneos caballerescos medievales, que se fueron transformando con el tiempo en algo más “deportivo y teatral”, hasta carnavalesco, y se centra en las fiestas dedicadas al santo dominico san Raimundo Peñafort, vinculado al Reino de Aragón y en especial a la ciudad de Barcelona. En las fiestas celebradas en 1601, cobraron especial relevancia las danzas de niños en caballitos cotoneros (de cartón o madera), acompañados por demonios y gigantes, que tanta vinculación podían ofrecen con las procesiones del Corpus y con el Quijote. Gigantes, tarascas, caballitos y tantos elementos propios de la fiesta religiosa citada llegaron a las mascaradas callejeras y a los géneros menores en el teatro (entremeses), pero incluso a un género como el de los vejámenes universitarios y por supuesto tuvieron que ver con la obra cervantina. De la misma manera que el caballero de los espejos «armado a la antigua», como también lo estaba don Quijote, da pie a la autora para mencionar el «Paso venturoso», que refiere Rebullosa, que recuerda el famoso «Paso honroso» de Suero de Quiñones. En dichas fiestas a san Raimundo, aparecen caballeros «con porte extravagante» (p. 171) vestidos a la antigua, y es posible que la Relación de Rebullosa inspirara a Cervantes para vestir a su héroe. Más adelante se ocupa de los «ancestros de Alonso Quijano», por cuanto un Gutierre Quijada, supuesto antepasado de don Quijote, había participado justamente en el Paso honroso medieval. La autora subraya cómo la recuperación del juicio de Alonso Quijano es simultánea a la «desaparición de las burlas» (p. 23) y cómo la «comicidad será sustituida […] por el patetismo».

Ello lleva a la autora a ocuparse de los desafíos caballerescos y a la aparición de Periandro en la Relación de Rebullosa, que evidentemente muestra que leyó Cervantes y hasta aprovechó para el nombre de su héroe en el Persiles. Pero es más interesante todavía el capítulo porque muestra en él la autora los diferentes torneos burlescos (Valladolid, 1604; fiesta de San Juan de Aznalfarache, en 1606, etc.) donde eran frecuentes las burlas-veras, como el desfile de cien dueñas a caballo que después repercutiría en la cueva de Montesinos del Quijote, etc. En definitiva, diferentes máscaras burlescas que demuestran su relación con el carnaval y la temática del mundo al revés.

Como no podía ser de otra forma, hay un capítulo dedicado a la relación entre Cervantes y los dominicos y a las justas por san Jacinto y san Raimundo. Es sabido que el autor participó en el certamen zaragozano por san Jacinto en 1595 y obtuvo el segundo premio (detrás de fray Luis de Aliaga significativamente por su posible vinculación con el Quijote de Avellaneda), como recoge la Relación de fray Jerónimo Martel, publicada ese mismo año. La vinculación zaragozana con el Quijote sigue señalándose en la beatificación de san Ignacio por los jesuitas de la ciudad en 1610, donde se representó el triunfo de don Quijote de la Mancha; en 1614 por la beatificación de santa Teresa, donde también hubo mascarada estudiantil con disfraces de don Quijote y Sancho, recogida por Díaz de Aux en 1614, que publicaba los versos de la Verdadera y segunda parte del ingenioso don Quijote de la Mancha, para subrayar más si cabe la vinculación aragonesa con la continuación falsa de la obra. La autora se detiene en este aspecto fundamental, a la vez que documenta fiestas de los dominicos en diversas partes del mundo para señalar el triunfo de lo ridículo y del Quijote en particular. De ahí se llega a las justas de armas y letras y al gran teatro caballeresco, y se mencionan también las fiestas barcelonesas por la beatificación de santa Teresa en 1614 y otras fiestas barcelonesas posteriores, muchas difundidas en pliegos sueltos. Cervantes tuvo que conocer las fiestas de san Raimundo. La autora muestra la vinculación de otros autores, como Lope de Vega o Solís y Rivadeneira con todo ese mundo de la materia caballeresca en el teatro, algunas de esas obras interpretadas por el famoso Juan Rana.

El capítulo último sirve de recapitulación de la obra y se dedica al triunfo de la ficción, y en él subraya la autora que la obra fue «espejo fiel de su tiempo» (p. 253) y un ejercicio de “sincretismo ingenioso”, donde Egido demuestra que ese mundo caballeresco se trasladó al de las justas y certámenes poéticos, y su lenguaje caballeresco se trasladó a la poesía y al teatro, pero también al personaje tan singular como don Quijote, pero Cervantes «prescindió de la ganga alegórica y simbólica» de ese mundo para dar paso a una «nueva literalidad de cuño propio» y convirtió su obra máxima en un juego literario de honesto entretenimiento, donde se ofrece un abanico de burlas de todo tipo. Es el gran teatro cervantino en que todos los personajes “juegan” un papel determinado, en un ejercicio supremo de teatro dentro del teatro. Barcelona, única ciudad que se menciona, demuestra cómo es posible al héroe «alcanzar el triunfo en la derrota gracias a la literatura» (p. 262). La relación entre cofradías, celebraciones de todo tipo (incluso el Corpus o las universitarias), hace terminar a la autora con un párrafo antológico, que dice que la obra cervantina se convirtió en «paradigma universal de un mundo [el caballeresco] que se resistió a sucumbir» incluso como «pasatiempo risible» y gracias a ello el Quijote «se alzó con la representación máxima de la ficción caballeresca, lo que equivalió finalmente a convertirse en el modelo por antonomasia de cualquier ficción y muy especialmente la literaria» (p. 270).

Este colofón clausura brillantemente un libro dedicado a este aspecto poco atendido, pero capital, en la construcción de la obra magna de nuestra literatura.