Anales Cervantinos 56
ISSN-L: 0569-9878, eISSN: 1988-8325
https://doi.org/10.3989/anacervantinos.2024.588

Espadas, Julio. Cervantes y Rabelais. El gran maestro de Cervantes. Madrid: Ediciones Libertarias, 2023, 110 pp.

 

Aunque la posibilidad de relacionar a Miguel de Cervantes, creador del Quijote (1605-1615), con François Rabelais, autor de los cinco libros protagonizados por los gigantes, padre e hijo, Gargantúa y Pantagruel (1532-1564), no es nueva, sí es verdad que se ha atenuado en gran medida hasta el extremo de que en la gran edición académica dirigida por Francisco Rico (1997, 2004, 2015), tal nexo queda reducido a dos menciones, muy indirectas: la primera, a partir de una reflexión de Aurora Egido sobre los linajes cómicos de Dulcinea y Vivaldo, entendidos como un «recurso retórico jocoso, casi rabelesiano, carnavalizando la retórica enumerativa del siglo XV» (Don Quijote de la Mancha, Madrid: RAE, 2015, vol. II, p. 393); la segunda, a partir de un lugar común que une a Villon y Rabelais con Cervantes, si bien muy lejanamente (Don Quijote de la Mancha, Madrid: RAE, 2015, vol. II, p. 677). Para la investigación cervantista de la segunda mitad del siglo pasado no fue asunto menor, y a él se dedicaron eruditas páginas (aquí los nombres de Augustin Redondo y Francisco Márquez Villanueva se hacen imprescindibles) que abogaron por proponer alguna influencia verosímil del escritor francés en el español. Si el profesor Redondo, en 1978, encontraba en Sancho Panza al «San Panzard de Rabelais» (citado por Espadas, p. 53, nota; véase también pp. 92-93), Márquez Villanueva, algunos años antes, hallaba un «elemento de orden externo que con alguna verosimilitud haga pensar en una huella de Rabelais. Se trata de la semejanza de la primera parte con Gargantúa en comenzar y dar fin con poemas burlescos y enigmáticos de un espíritu parecido» (citado por Espadas, p. 68; el libro en el que Márquez expuso esta opinión remite a 1973). Considero necesario recordar, por otra parte, que hasta el momento presente no hay prueba definitiva (documental, directa, indirecta) de que Cervantes pudiera haber leído al escritor francés.

Todas estas consideraciones vienen a raíz de la lectura del interesante libro de Julio Espadas en el que defiende que Rabelais fue «el gran maestro de Cervantes». Deudor de toda una tradición crítica –Cervantes, el efecto Bajtin (pp. 88-97), carnaval, Redondo, Molho, Márquez Villanueva– muy pujante en torno a los años ochenta y noventa del siglo pasado, y hoy ya un poco de retirada; este volumen tiene un punto de partida magnífico («un camino de búsqueda», «no demostrar el vínculo», «un mero esbozo de las numerosas conexiones que creemos que existen entre ambos escritores», p. 11) que contrasta, sin embargo, con afirmaciones categóricas posteriores reincidentes en considerar a Cervantes como un maestro de la ocultación (p. 76 y passim), gracias a lo cual se propone como indubitable su lectura de Rabelais y la influencia de este en Don Quijote de la Mancha: «No sólo lo conocería y lo leería, sino que seguramente lo adoraría secretamente, pues tomó de él ni más ni menos que a Sancho Panza para incorporarlo como compañero de andanzas de don Quijote y formar así la más famosa pareja literaria de la historia, tan sólo igualada, quizás por Eva y Adán» (p. 30).

Se parte de un juicio apriorístico (Cervantes, sí o sí, leyó a Rabelais; Cervantes consideró a Rabelais su maestro) y desde este presupuesto se acude a media docena de episodios para demostrar la presencia o influencia de los libros de Rabelais en el Quijote. Son cinco los puntos en que Julio Espadas basa su argumentación para defender la relación entre los dos escritores a través del Quijote: el personaje de Sancho, el prólogo del primer volumen, el recurso de los manuscritos encontrados, el bálsamo de Fierabrás y la expulsión de los moriscos. Salvo el primero, que, quizás, se sostiene no tanto por influencia directa de Rabelais, sino porque ambos escritores parecen beber de fuentes comunes, los cuatro restantes se basan en unas generalidades y suposiciones que no permiten mantener un nexo verosímil. Acudiré solo a un ejemplo: la posible relación entre el episodio quijotesco del bálsamo de Fierabrás con el capítulo 29 de Pantagruel («Cómo venció Pantagruel a los trescientos gigantes armados con piedras de molino y a Loupgarou su capitán» (pp. 79-97). En este caso parece haber dos opciones: pensar que Cervantes tenía en la cabeza aventuras caballerescas con bálsamos resucitadores o pensar que tiene en la cabeza un episodio del Gargantúa –con algunas semejanzas y algunas diferencias importantes–. Aquellos, además, estaban en la memoria colectiva de los posibles lectores del Quijote, que habían leído u oído leer libros de caballerías, como el propio Cervantes. Mientras que la primera propuesta se puede defender con solidez (Cervantes sí leyó libros de caballerías en los que aparecen este tipo de ungüentos, por lo menos uno, el Belianís de Grecia, referido en el capítulo sexto de la primera parte, y, muy posiblemente, el libro en el que se menciona por primera vez, Historia del emperador Carlomagno y de los doce Pares de Francia, y de la cruda batalla que hubo Oliveros con Fierabrás, rey de Alejandría, hijo del grande almirante Balán, no citado expresamente, pero con varias referencias a episodios incluidos en él como, además de atribuir a Fierabrás la confección del bálsamo mágico curador de heridas, las menciones a los doce pares de Francia y la de la obra del Arzobispo Turpín, aunque con título distinto), la segunda es indemostrable. En este sentido, la insistencia en que «Cervantes no podía llamar al bálsamo “resucitativo o ungüento resucitativo”, porque al instante lo hubieran acusado de conocer, citar y seguir a Rabelais. Simplemente lo llama de Fierabrás y evita así cualquier peligro. Esta es su forma de proceder a lo largo de toda su obra. Técnica que como vemos domina a la perfección» (p. 83) parece conducirse por una senda más basada en las intenciones y deseos propios que no en la demostración empírica de la propuesta. Pese al punto de partida inicial, deudor de la ejemplar postura de Márquez Villanueva («... más que dogmatizar fuentes exclusivas, conviene verlas como complementarias y como un entramado de originalidad y libertad del escritor», pp. 65-66), el libro reitera afirmaciones categóricas; ningún documento permite establecer de manera contrastada la dependencia entre ambos escritores. En ocasiones, las afirmaciones expresadas implican saber a ciencia cierta lo que Cervantes quería, pretendía o deseaba, lo que lleva asimismo a errores de interpretación subsanables de haber manejado la bibliografía oportuna (p. 75, sobre la negativa del rey a que Cervantes se fuera a América); en otros casos, lo que se explica aquí de una determinada manera (v.g., el prólogo del primer Quijote, p. 46), se ha podido llevar a cabo desde otras perspectivas con mejor tino.

Este libro, en el que se complementan una redacción ágil y una cuidada tipografía que facilita la lectura en edición muy cuidada, acude a una portada bien sugerente con ilustración en la que hábilmente se han entrelazado las imágenes de Cervantes y Rabelais. Las expectativas iniciales dejan, sin embargo, al lector sin argumentos suficientes para corroborar la propuesta de partida: ¿Pudo leer Cervantes a Rabelais? Bien los gigantes creados por el escritor francés, bien sus aventuras, ¿pudieron haber estado en la base de algunas secciones del Quijote? Las preguntas siguen sin respuesta convincente.